29 de abril de 2024

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Bajo el puente, en otoño | Norte Chaco – Diario Norte

El kayak y sus dos remeros cruzaron bajo el puente y siguieron su camino hasta confundirse con el resplandor que laqueaba el río. –Por Miguel Ángel Molfino 

 

La línea del mojarrero se mecía acorde con el chapoteo suave que había dejado el paso del kayak; un agua mansa y espumosa, clara y marrón, del color de la arena del fondo.

Era un día tibio, era otoño, se parecía a un recuerdo.

Hacía mucho tiempo que Roly no visitaba la costa.

De niño, su viejo lo llevaba hasta el puente, estacionaba el auto en la banquina y lo ayudaba a descender por la pequeña barranca. Entonces, ya sentados en el esqueleto de un bote desdentado y verdoso de musgo, en silencio, se dedicaban a mirar la correntada, los botes lejanos de los malloneros, los saltos relampagueantes de los surubíes, el cruce de los vaporcitos que viajaban a Corrientes.

Roly, durante minutos y minutos, no hacía más que aburrirse; su padre observaba, a cambio, con un interés distraído, la miríada de pececitos negros que nadaban veloces y en círculos en el agua arenosa.

Hasta que empezó a querer al río: lo empezó a extrañar cuando transcurrían semanas sin visitar la costa, lo empezó a necesitar y, ya en la adolescencia, pudo entender o sospechar qué cosas le sucedían a su padre cuando se hacía acompañar hasta debajo del puente.

El mojarrero vibró y lo arrancó del ensimismamiento, un pequeño bagre pugnaba por salir del anzuelo, pero ya era tarde. En el aire, viboreando, lo observó como si no supiera de qué se trataba ese ser vivo. Atrajo el anzuelo, desenganchó el pez y lo devolvió al agua.

Cuando el agua hizo ¡splah! al recibir al bagre, Roly quedó inmóvil, miraba la correntada como si hubiera entendido, de una vez y para siempre, lo más secreto que guardaba su padre.

Se sentó a fumar en un tronco. Mientras fumaba, con un palito perseguía una araña negra que había perdido una pata. Hasta que, de un golpecito, la devolvió a la espesura.

Al rato se vio andando, había dejado el mojarrero y su bolsa apoyados en el tronco.

El terreno era cómodo para caminar, aunque debía cuidarse de las madrigueras de tatús y serpientes. Desde esa cima, veía la cresta del río fluyente, veloz, entre sauces quejumbrosos y detrás de una zona de helechos dulces que le llegaban a las rodillas. Avanzaba rozando espinillos que le desgarraban el pantalón de grafa y le surcaban la pierna. Sintió el ardor, se agachó, vio un largo rasguño y se pasó saliva. Pensó en bajar hasta el río para lavarse la herida y tomar agua. Tenía sed.

El agua sabía ácida, pero la bebió igual. La herida ya no le molestaba. Durante un rato, Roly había avistado las grandes islas de Las Cotorras y del Manduré. Su padre, alguna vez, le había prometido hacérselas conocer, pero eso nunca sucedió. Giró y dirigió la vista en dirección al puente. Había quedado muy atrás, la neblina húmeda del sol le daba una fea sensación de tristeza, de algo perdido. Murmuró papá, sin saber por qué.

Se hundió aún más en la arboleda y se encontró en un abra, circundada por altos pinos y eucaliptus. El piso era grisáceo, de pastos encanecidos, blando y seco al pisarlo. Proliferaban, invisibles, chillidos y bramidos de una familia de monos carayás.

Roly se tendió a la sombra de un ñandubay, y colocando sus brazos en la nuca entrecerró los ojos. El sol estaba casi bajo y dejaba acampar un frío húmedo. Tenía hambre. Roly se preguntó si su papá habría pasado frío en aquellos días. Hambre también, de eso estaba seguro.

Espantó unos jejenes que zumbaron cerca de su cara. Se fue durmiendo. El susurro de la vegetación le recordó el sonido del agua cayendo en el jardín, en las tardes, cuando su papá regaba y silbaba una melodía delgada como el ala de una mariposa. Dormitó unos minutos y decidió regresar.

Sus pasos despertaban chasquidos en la maleza quebradiza y buscó la línea de la orilla para bordear el río, para verlo correr y oscurecerse por obra del ocaso.

Prendió un cigarrillo y levantó la cabeza. Entre las ramas y el penumbroso follaje vio a su padre –ensimismado en las ondas del agua-, junto a un Roly de pantalones cortos tirando piedritas a la correntada.

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