17 de mayo de 2024

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Presentes cada día

Hugo Beto, el sargento de la bonaerense que manejaba Escuadrones de la Muerte

Ilustracin Osvaldo Rvora
Ilustración Osvaldo Révora.

Durante la primavera de 2001 yo cubría policiales en un semanario. Una tarde, mi editor –que aquí vamos a llamar Martínez– me encargó un artículo sobre la inseguridad en el norte del Gran Buenos Aires. Ese tema se le había ocurrido luego de mantener una conversación con un joven ejecutivo de la editorial. El tipo –que en este texto se apellidará Rebollo– residía en una coqueta quinta de Don Torcuato y, para evitar ser víctima de posibles delitos, estaba abonado a un servicio de vigilancia ciertamente eficaz: sólo debía hacer un simple aviso telefónico para que sus salidas y llegadas, por lo general a bordo de una cuatro por cuatro, fueran custodiadas por una sombra que siempre portaba una Itaka.

Al parecer, ese «ángel de la guarda» era un experto en lo suyo, dado que conocía los peligros de la zona como la palma de su mano. Tal creencia fue expresada por Rebollo con jactancia cuando me dio el número de su celular.

La voz que brotó desde el otro lado de la línea no opuso ningún reparo en ser entrevistada. Y quedamos para el día siguiente en su propio domicilio.

No fue fácil llegar a esa inquietante calle de tierra del barrio Los Dados. Allí, estacionado bajo la copa de un frondoso árbol, había un Monza con una baliza pegada al techo. Y más atrás, una casita con tejas color chocolate, bien al estilo de Hansel y Gretel.

Su interior era aún más estrafalario: entre enseres domésticos, ositos de peluche, dos niños correteando y una mujer embarazada, resaltaban armas de grueso calibre, chalecos antibala y un equipo de comunicaciones que, de tanto en tanto, modulaba la frecuencia policial. Parecía una comisaría privada. Así era el hogar del sargento Hugo Alberto Cáceres, más conocido como “Hugo Beto”. Sin duda, se trataba de uno de esos hombres que suele llevarse trabajo a casa. Por lo pronto, allí funcionaba su preciado emprendimiento: la agencia de seguridad “Tres Ases”.

Matías, el fotógrafo, ya había preparado su cámara.

Pero no se atrevió a dispararla. Simplemente observó como nuestro anfitrión se apresuraba a despejar de la mesa una escopeta 12.70. Luego, a modo de bienvenida, estiró los labios; era su manera de sonreír. En su estampa había un aire que oscilaba entre Harry el Sucio y Guillermo Francella. 

En eso, aparecieron dos tipos con uniforme de La Bonaerense. Uno era obeso y tenía jinetas de sargento; su nombre Anselmo Puyó. El otro, un cabo, mostraba una mirada fría; su apellido era Leguizamón. Amboa pertenecían al peligrosísimo Comando de Patrullas con asiento en Tigre. Y eran socios de la empresa.

El Hugo Beto, por su parte, prestaba servicios en la comisaría 3ª de Don Torcuato. Pero –según sus dichos– estaba bajo “licencia psiquiátrica”. Los ojos de Matías se cruzaron con los míos. En ese instante, la embarazada nos ofreció un mate.

Casting para morir

El primer juicio de valor del Hugo Beto fue tajante:

–En este barrio, la comisaría no quiere trabajar.

Cáceres, obviando su condición policial, pronunció esas palabras como si fuera un observador de las Naciones Unidas. Sus socios, algo incómodos en sus respectivos uniformes, asintieron en silencio. Entonces, agregó:

–A la gente de acá la cuidamos nosotros.

Se refería a un selecto grupo de vecinos que, a cambio de un arancel de 100 pesos mensuales (dolarizados por la convertibilidad) obtenía seguridad garantizada. En este punto, abordó la clave de su éxito empresarial:

–Todos saben que acá no se mueve una mosca sin que yo me entere.

Y remató la última letra descargando un puñetazo sobre la mesa. Luego, sostuvo:

–Con los chorritos de la villa soy muy claro: acá comen ellos o yo. Y al final soy yo el que me los termino comiendo a ellos.

Al decir esto, estiró otra vez los labios. Y sin demasiados rodeos, dio a entender que la especialidad de la casa eran los “patrullajes preventivos”. Casi una licencia poética para aligerar el delicado concepto de limpieza social.

Ellos –siempre según el extrovertido sargento– efectuaban tal actividad mediante el ejercicio sistemático de “aprietes”, golpizas, breves privaciones de la libertad y hasta homicidios. Ese sujeto hablaba sin tapujos; al fin y al cabo, veníamos recomendados por uno de sus clientes. Algunos –y por cierto, tal no era el caso de Rebollo– consentían semejante estilo de trabajo, y al extremo de apoyarlo con ruidosas manifestaciones, cada vez que Cáceres era denunciado por alguna tropelía.

Esto último era muy común. Sin ir más lejos, el Hugo Beto saltó se su asiento para volver con un enorme afiche entre las manos; se notaba que había sido arrancado de alguna pared. Estaba firmado por la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y denunciaba la existencia de un escuadrón de la muerte en Don Torcuato. Al respecto, mostraba una serie de fotos con las caras de las víctimas. 

Los ojos de Matías se cruzaron nuevamente con los míos. El Hugo Beto, con un dejo de indignación, señaló:

–Mirá las fotos que pusieron, parecen angelitos. Yo te voy a mostrar lo que eran estos pibes.

Entonces dio otro respingo para regresar esta vez con un cuaderno tipo Gloria. En sus páginas, pegadas con Plasticola, había un número impreciso de fotos tomadas a supuestos pibes chorros, todos ellos apaleados, amoratados o directamente muertos. Era nada menos que la base de datos del escuadrón. Y también una prueba irrefutable del trabajo de inteligencia que se hacía sobre las víctimas. Pero para el Hugo Beto solo se trataba de un elocuente recurso de mercado. Tanto es así que solía mostrar aquel book a sus potenciales clientes. Para mi sorpresa, ese individuo accedió de buena gana a que Matías hiciera algunas reproducciones.

Cáceres matizó el trabajo del fotógrafo intercalando comentarios; como, por ejemplo:

–Éste ya es boleta.

Se refería a un chico que posaba en un descampado con las manos atrás. Al pie de la hoja, efectivamente, decía: “Abatido”. En ese instante me di cuenta de que sus rasgos coincidían con una de las caras del afiche: la de Guillermo Ríos, de apenas 16 años, fusilado en la noche del 11 de septiembre de 2000.

Yo conocía el caso, porque el asesinato de este pibe –a quien llamaban “Nuni”– encabezaba la lista de un reciente informe de la Procuración referido a 60 chicos de entre 13 y 18 años que habían sido acribillados por efectivos de la Bonaerense. El tema acababa de costarle el puesto al ministro de Seguridad, Ramón Orestes Verón.

Ahora yo estaba sentado frente al asesino de Nuni. Al respecto, el Hugo Beto argumentó:

–Lo tuve que poner. El chico había querido asaltarnos cuando íbamos con Anselmo de ronda. Tiraba con una pistola 9 milímetros. Una de las balas hasta me silbó en la oreja.

Fue lo último que dijo antes de nuestra despedida. La nota sobre la inseguridad en esa zona del norte bonaerense jamás fue publicada. Y las reproducciones del álbum quedaron guardadas en el archivo de la editorial. Pero no por mucho tiempo.

Final de cuentas

Esa misma tarde llamé a mi amigo Cristián Alarcón, quien investigaba para Página/12 el accionar de los escuadrones de la muerte bonaerenses. Ya había publicado algo sobre Cáseres. Ahora yo tenía una parte de la historia que él desconocía. Acordé con él no escribir nada al respecto, para evitar que Hugo Beto se deshiciera de su álbum.

Seguidamente, Cristian me puso en contacto con su socia en el asunto: la joven abogada de la Correpi, Alejandra Sajnovsky. Y ella me propuso hacer una declaración testimonial ante el fiscal de la causa, el doctor Lino Mirabelli. Para ello, retiré silenciosamente de la redacción las reproducciones archivadas allí. El fiscal tardó unos meses en recibirme.

En tanto, tras una denodada búsqueda, Cristián y Andrea dieron con un pibe del barrio Los Dados que sería un testigo clave: era el dueño de la pistola que le plantaron al cadáver de Nuni.

“A mí el Hugo Beto me robó una 9 milímetros”, reveló después ante el fiscal. Su exacta descripción del arma probó que esa era la pistola en cuestión.

Nuni, efectivamente, salía a robar choferes de autos caros, pero con un pistolón que no funcionaba. Su estrategia sólo era atemorizar al conductor. En la noche de su muerte, encaró un vehículo sin advertir que adentro iban Puyó y Cáceres. Ellos lo acribillaron a quemarropa.

Yo declaré ante Mirabelli durante toda la tarde del 24 de junio de 2002, aportando las diapositivas. Días después, atendí una llamada de Martínez con la siguiente pregunta:

–¿Volviste a ver a ese policía de Don Torcuato?

Dije que no. En rigor, jamás volví a ver a Cáceres.     

–Ah, debe ser un malentendido de Rebollo –se excusó, antes de cortar.

Al rato, recibí otra llamada de Martínez. Pero esta vez sólo para decir:

–Llamalo enseguida a Rebollo, porque está muy nervioso.

En efecto, el joven ejecutivo estaba estupefacto. Porque los allegados al Hugo Beto le recriminaban su desgracia. En ese instante me enteré que tanto él como Puyó estaban detenidos. Es que, poco antes, el cuartel-vivienda del barrio Los Dados había sido allanado. Y su álbum ya se encontraba en poder del fiscal.

En diciembre de 2004, Anselmo Puyó y Hugo Alberto Cáceres fueron condenados por un tribunal de San Isidro a 19 y 20 años de prisión.


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