Certezas sobre mi identidad, un proceso restaurador y reconstructor de vida

Por Silvana Sanabria

“Las cosas que no se dicen

se hacen flores de un pantano”

Gabo Ferro

Mi historia tal vez no difiera de las miles de historias de hijas e hijos no reconocidas que hay en el país. Sin embargo, escribo. En primer lugar, para honrar la invitación hecha por la Agencia FOCO, y con la idea de llegar a quienes estén en una situación similar. De acercarles algo parecido a la esperanza.

Mi nombre es Silvana Sanabria, tengo 32 años, soy mujer cis, correntina de nacimiento, chaqueña por adopción, peronista, periodista y cantante de una banda. Y hoy, después de un proceso de diez años, dos juicios, cuatro exámenes de ADN y muchas lágrimas, puedo sumar una capa más a las que conforman mi identidad, a partir de una certeza. Desde hoy, sé de quién soy hija biológica.

Pensarán que algo tan básico como saber quiénes son tus padres no debería ser un proceso tan engorroso, tan lleno de trabas judiciales y burocráticas. Pero para quienes deciden transitar este camino e iniciar un juicio de filiación, las cosas no son tan sencillas. El acceso a la justicia es un derrotero lento, espinoso y por momentos frustrante. Pero como muchas cosas en la vida, la perseverancia y la insistencia pueden llevar a obtener resultados.

El primer juicio lo inicié en 2014, con la idea de exigir mi reconocimiento y dejar atrás un pasado de exclusión y discriminación intrafamiliar. En ese momento, yo vivía en mi ciudad de origen, Corrientes capital, y trabajaba en el equipo de comunicación de la Municipalidad de Corrientes. Mi abogada de ese entonces estaba dando sus primeros pasos en su profesión y el juicio fue declarado nulo dos años después de iniciado, por errores en la presentación.

Durante esos dos años invertí dinero, esfuerzo, me realizaron dos test de ADN en el laboratorio local y hasta tuve que llamar a mí -entonces presunto- padre para notificarlo de la situación. La conversación fue breve e incómoda. Del otro lado me encontré con un vacío, una negación muy fuerte. Fue un golpazo, pero me sirvió para entender que este proceso era para mí, y no para revincularme, necesariamente, con mi progenitor. Ese día aprendí que el amor no puede exigirse. No se demanda, no se puede pedir, ni esperar. Existe o no. Pero los derechos están hechos de otra sustancia.

Pasaron los años, el golpe del juicio anulado me llevó a una depresión bastante fuerte, y en 2019 decidí irme del país, con destino a Uruguay. Viví durante siete meses en la hermosa Montevideo y regresé únicamente con una mochila en la que cabían todas mis pertenencias. En julio de ese año me instalé -finalmente- en Resistencia, Chaco, donde vivo actualmente.

Aquí conocí y profundicé vínculos con personas maravillosas que me sostuvieron y se convirtieron en mi familia, y comencé a trabajar en comunicación institucional y política. Luego de iniciar un proceso de psicoterapia, en 2020 decidí reiniciar el juicio. En octubre, semanas antes de mi cumpleaños busqué a mi padre en redes sociales. Así fue que supe que había fallecido siete meses atrás, el 5 de marzo de 2020, y que sus cenizas habían sido arrojadas al río de la Plata. Me enteré por una publicación de un club del que era parte y en la que lamentaban su partida.

Luego, una amiga me contactó con Antonella y Laura, quienes hoy son mis abogadas y trabajan desde la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con compromiso, celeridad, dedicación y empatía. Un nuevo inicio que fue posible gracias a ellas, y a una hermosa red de amistades que me impulsaron en este camino. A principios de 2021 inicié un segundo juicio de filiación, que sigue su rumbo en Tribunales.

Todo venía más o menos tranquilo, con los ritmos propios de la justicia, hasta que en marzo de 2022 recibí una respuesta extraña en Twitter, red social de la que soy una asidua usuaria y en el que otro usuario con nombre raro me pedía contactarnos por mi juicio de filiación. “Por ahora Charly”, fue su respuesta cuando le pregunté su nombre. Era mi tío, con el cual nos contactamos vía abogadas, y quien donó la muestra de ADN necesaria para probar mi vínculo con mi padre. Ese resultado, que lo conocí hoy, permitirá cerrar una historia de muchos años.

El duelo es un proceso extraño, que está muy lejos de ser lineal y del que no se sale siendo la misma. No sé aún si salí de este duelo. Pero sé que duele antes mi relación con mi padre, y que en 2020 por suerte perdí la esperanza. Sí, por suerte. Para quienes esperamos mucho tiempo por alguien, perder la esperanza puede ser el primer paso hacia una mayor libertad, para salir de un estado de parálisis que detiene el tiempo. Y es que la muerte de mi padre cerró una puerta que estaba insoportablemente entreabierta.

Pero hay otra esperanza posible. La de la restitución de la identidad y de los derechos que nos corresponden por el simple hecho de existir en este mundo. No, los derechos no suplantan la mirada que no estuvo, el amor que no sucedió, pero ayudan a reparar la historia, a reconstruir la memoria de la propia vida. Algo tan básico como saber de dónde venimos, qué del otro hay en mí. Qué de mí hacia el mañana.